Del camino de Santiago a La Luz de la Sagrada Familia. Serendipias, encuentros y luz

Del camino de Santiago a La Luz de la Sagrada Familia. Serendipias, encuentros y luz

Hay muchos motivos y lugares para peregrinar: “Todos los caminos conducen a Roma”, para llegar a la Basílica de San Pedro; seguir las huellas de Jesús en Tierra Santa; inspirarse en San Francisco o el Padre Pío; visitar Lourdes o Fátima para agradecer, pedir una gracia o un milagro; honrar a la Virgen Morena Guadalupana el 12 de diciembre y encontrar esperanza… Más cerca de nuestra experiencia, podemos ponernos en camino con un propósito al Santuario de Luján cada octubre, en un recorrido que ya supera las 50 peregrinaciones, o a la Virgen de Salta. Incluso subir al Monte Sinaí, también conocido como la montaña de Moisés (2.285 m), que sobrecoge por la fuerza casi sobrenatural de la naturaleza.

Peregrinar es caminar y rezar con todo el cuerpo; acallar la mente y abrir el corazón. “El peregrino es alguien que busca… aun sin saber bien qué lo empuja”, decía Mamerto Menapace. Para mí, peregrinar es una invitación al silencio para conectar o reconectar con la fuente. Es también, siempre, un llamado personal según tu propio recorrido de vida: en 2025 resonó Santiago.

La mera decisión de emprender el Camino te pone en un movimiento interno… un impulso vital que te envuelve con su misterio. Algo fuerte y potente que se activa en vos. Partís ya sea con convicción o con dudas. Un camino, muchas rutas: el Francés, el Portugués, el Primitivo (según la leyenda, Alfonso II fue el primer peregrino a Santiago de Compostela) o el Camino del Norte, que recorre la costa cantábrica. ¿Cuál escoger? Todas convergen en Compostela para abrazar al Apóstol, testigo y amigo íntimo de Jesús.

Cada uno peregrina a su manera: algunos viajan solos, otros acompañados; están los que lo hacen a pie, los bicigrinos que prefieren la bicicleta, los que lo recorren a caballo… y hasta algunos lo hacen con su mascota (los canigrinos).

En todos los casos será una experiencia única y (me animo a decir) transformadora. Sea la ruta o la etapa donde comiences este camino milenario, inevitablemente dejará su huella. Como la vida, el camino se despliega al andar y se emprende con una mezcla de incertidumbre y confianza. Significa avanzar sin conocer el terreno: todos los caminos conducen a Santiago. Este parece ser el llamado.

Desde el primer momento implica un acto de entrega a lo desconocido. Te subís al tren y no sabés mucho más. Hemos de encontrar nuestro propio camino. Dicen que quien camina, no busca llegar… busca encontrarse.

Cada mañana es volver a empezar. Como un ritual, vaciás la mochila para llenarla de nuevas emociones.
Cargas lo indispensable: mochila, bastón (representan el apoyo y la carga del peregrino), el pasaporte del peregrino y seguís los mojones con la flecha amarilla: los ‘faros’ del Camino.
Cada día atravesás ciudades de piedra y senderos sagrados.
Cada paso se vuelve oración, silencio, encuentro.
Cada amanecer, un renacer. Un propósito.
Algunas subidas se vuelven eternas, así como cada parada del Camino es un respiro.

Una fiesta para los cinco sentidos: el lugar donde se encuentra el cielo y la tierra.
El suelo y las flechas que marcan el camino… benditas flechas amarillas.
Sentís el aroma de los eucaliptus y del bosque de castaño que flota en el aire.
Escuchás el sonido del agua, el murmullo de las cascadas y tus propios pasos.
Te maravillas con los valles y las vistas de los atardeceres magníficos. Abrís los ojos a lo que no se ve.
Ni que hablar de la comida: degustás la mejor comida y bebida espirituosa, con agua cristalina para recargar la botella.
Duelen los pies, sentirás ampollas, pero el corazón late fuerte. Imposible no emocionarse.

Con el paso de los días, la suma de emociones, cansancio y perseverancia conduce al peregrino al fondo de su alma para encontrar lo esencial: una experiencia espiritual profunda que nos recuerda quiénes somos y qué es —verdaderamente— lo importante… o que, al final, nada es tan importante como parece.

El Camino comienza realmente cuando llegás. Ya de regreso a casa, sigo descubriendo lo que me enseñó: dejar atrás miedos, vaciar certezas y abrazar lo inesperado —el poder del ahora.
Se trata solo de entregarte a lo desconocido, escuchar las señales y confiar en las flechas amarillas. Y saber que siempre hay una mano invisible que te provee lo necesario. Tan simple como eso.
Una gratitud inmensa a todos y a todo lo que te sorprende por el Camino.

El Camino no es más que una metáfora de la vida, y al menos una vez en la vida, date el gusto de probar el Camino de Santiago… por aquí ya preparando el próximo.

Y entonces, cuando el Camino parecía haber quedado atrás, apareció la luz de la Sagrada Familia —la Biblia tallada en piedra por Gaudí, el arquitecto de Dios. La tensión entre la luz y la oscuridad. La luz que nos permite contemplar la naturaleza. La fachada del Nacimiento, la alegría de la creación por la venida de Dios. Todo una continuidad de la conexión entre lo divino y lo humano.

Próximo posteo: La luz de la Navidad en la Sagrada Familia

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